Vida pirata

La vida pirata

Allí donde hay guirnaldas de luces y banderas piratas es bueno quedarse. Se lo demostré hace unos años a una buena amiga en Verona mientras buscábamos un sitio para tomar un mojito. Donde haya guirnaldas de luces, allí es. Y nos ocurrió la misma serendipia una noche en Lisboa cuando nos dejamos guiar por un grupo de  extranjeras (como nosotras) y acabamos en el mejor garito de Lisboa bailando bossa. Había guirnaldas de luces en la entrada y una escalera de caracol.

 

Algo parecido ocurre con las banderas pirata. De vacaciones en Tossa acabamos, como siempre callejeando y sin destino, en una diminuta terraza con vistas a una cala y bandera pirata. Sonaba «Stairway to Heaven» y cada sorbo de mojito sabía a «este momento lo recordaré toda la vida«. Regresamos al tiempo, como se regresa a los lugares que uno ama, y allí seguía la bandera pirata. Al camarero, por supuesto, le pedimos que pusiera aquel tema de Led Zeppelin.

 

Desde entonces intento visitar aquellos lugares que enarbolan una bandera pirata. Y nuestros veranos comienzan cuando colocamos la bandera pirata allí donde estamos. Nos recuerda que comenzamos a fabricar recuerdos que perduran después todo el invierno. Que la vida es sencilla al lado del mar, en chancletas y con poca ropa. Que es momento de parar, de quitarse de encima todo lo que resta, lo superfluo y accesorio y volver al otoño con el foco y las energías puestas en lo que sí, en lo que merece la pena, en aquello que nos lleva al lugar soñado.

 

Al final de nuestros días, os lo aseguro, recordaremos los lugares con guirnaldas de luces y banderas pirata. Así que hoy, aquí y ahora… amemos y honremos esta vida pirata.

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«Juliette y un planeta llamado Tierra»

En enero paseábamos por Lisboa ajenas a lo que se nos venía encima. En agosto callejeábamos por las calles empedradas de Mojácar conscientes de que el invierno sería incierto y este verano un auténtico regalo. Y aquí seguimos a dos aguas, entre la consciencia de los tiempos duros que nos tocan vivir y la ardua tarea de sacar la cabeza y evadirnos también. De seguir apostando porque el mundo siga girando, con todo y a pesar de todo. «Juliette y un planeta llamado Tierra» nació en pleno confinamiento, entre días largos y vasos medio vacíos. Entre mucha incertidumbre y, aunque parezca mentira, poco tiempo para poder concentrarme. Poco tiempo para mí. Ya lo dije en alguna ocasión, ser madre en tiempos de pandemia nos hizo volcarnos, aún más si cabe, en su bienestar, en sus necesidades… aparcando las nuestras.

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Y, sin embargo, como hierba que crece entre asfalto… Juliette regresó para enseñarnos a mirar de otra manera este mundo y nuestro planeta. Si «Juliette, chica valiente» nació de una necesidad vital, «Juliette y un planeta llamado Tierra» nace de una necesidad global… la de hacernos conscientes de que no hay opción. Es urgente cuidar el planeta. Es inevitable sonreír al acordarme de cómo cruzaba un pato a sus anchas por debajo de casa mientras todos estábamos encerrados. Cómo le dimos un respiro a la Naturaleza y a los pequeños animales que viven cerca de nosotros y pasan inadvertidos a nuestros ojos. Cómo hicimos un consumo más responsable y cercano, apoyando a marcas locales.

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Juliette limpia plásticos de los mares y va a manifestaciones por el cambio climático. Ojalá miráramos el mundo cómo lo mira ella… con su inocencia y valentía, con sus ganas de cambiarlo por completo. Con los ojos de una infancia despreocupada y alegre, reivindicativa y rebelde. Suena Johnny Cash en casa y no puedo evitar acordarme de Miky Naranja, el poeta de las #cotidianas. Vuela alto. Vuela siempre. Ya le echamos de menos… intentaremos vivir a su manera.

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Courage ma belle

Marzo se nos va de las manos como se aleja un tren de madrugada en una estación deshabitada. Se escapa sin poderle poner freno, sin haberlo disfrutado apenas, sin haber visto nacer las flores en los árboles ni un atardecer en el mar. Así se nos va un mes incierto, desafortunado, raro. Ha llegado la primavera sin chiquillos en la calle, sin alborotos ni traspiés. Y quizás, con más horas de sueño profundo, más poesía leída y más canciones escuchadas de lo habitual.

Cuando todo esto pase, que pasará… sé que recordaré a mis hijas felices en bata y pijama haciendo guerras de cojines, y ellas a mí tomando el sol en la terraza a la menor ocasión. A los abuelos manejando las videollamadas con profesionalidad y a mis amigas brindando con una copa de vino por el siguiente viaje juntas. Menos mal que aún guardamos el sabor de un viaje a Lisboa bailando bossa hasta casi el amanecer. Como dice el poeta Miki Naranja «tengo la autoestima por los sueños».

Y sí, nos quedará la sensación de un «te echo de menos«, los conciertos virtuales, los libros en la mesilla releídos y el viejo vinilo sin parar de sonar. Y volveremos a la conquista de las calles, a las terrazas al sol, a pasear por la orilla y a Venecia, por fin. Y, sobre todo, volverán los abrazos. Esos que ocupan el top one en la lista de lo más deseado de estos días largos en casa. Nos abrazaremos sin parar. Por lo menos un siglo más…

Mientras… hoy es siempre todavía. He visto la luna y me he emocionado. Y así, cada día… porque no sé si os habéis dado cuenta, pero aún seguimos vivos.

 

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Un poema de Cortázar y un concierto de Pearl Jam.

A los Reyes les he pedido calma para aceptar lo que tenga que venir. Valentía para salir de mi zona de confort. Coraje para perseguir mis sueños. Y salud de la buena para los míos. El resto es accesorio. Excepto viajar…

Sin pedirlo, el 2017 me trajo un paseo por la Alfama entre tejados lisboetas y calles adoquinadas. Volver a Portas de Sol y conocer el Mercado da Ribeira. Pasear por Cascais y descubrir la magia de un faro y un buen arroz con marisco.

 

Si pedirlo, el 2017 me regaló un viaje con amigas a la ciudad de Willy Fog. Con risas bajo el Big Ben, enchufes raros y paradas de metro multirraciales y heterogéneas.

Si pedirlo, el 2017 me trajo de nuevo noches estrelladas en mi Sur, baños al amanecer en el Mediterráneo, cervezas bien frías y confidencias con mi gente, y horas de sol y lectura sobre la arena.

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Sin pedirlo, el 2017 me regaló la luz de Cadaqués y el primer rayo de sol al amanecer. Y un mojito pirata en una cala de Tossa.

Sin pedirlo, el 2017 me ha traído muchas horas de arena, muchas horas de amigos, la conciencia de que las rubias se hacen mayores y con ellas… yo. En 2017 he tropezado, he caído, me han levantado, me han demostrado, he cometido errores, me han querido como nunca, he sabido quién está de verdad y quién no, he tenido miedo del de verdad, he temblado como una niña. Así que 2018 te pido calma, valentía, coraje y salud. Bueno, y un poema de Cortázar y un concierto de Pearl Jam.