Me gusta andar descalza, el sonido de una botella de vino al descorchar, desayunar en la terraza, no madrugar. Me gusta escucharte Vedder, como si lo hicieras (ilusa) sólo para mí. Susurrarte al oído, callejear, perderme, los domingos de vermut sin prisas, las siestas eternas y aunque lo niegue, remolonear y robar cinco, diez, quince minutos más al despertador.
Me gusta la gente que suma y que multiplica, y tú que me alegras la vida porque sí. Coger el coche y desaparecer a la primera cala de arena y surf de Bidart. Los refugios. Me fascina el sonido de los flashes al disparar. Me gusta leerte y encontrar entre un millón el libro que ando buscando y que después acaso puedo hojear. Robar las horas al reloj, ser traviesa, un punto rebelde y después encogerme de hombros si mi rubia me la organiza rotulador en mano.
Me gustan las hamacas atadas a los árboles y ver el sol entrecortado entre las ramas. Con una cerveza fresca en la mano, mejor. Comer bien rico, al aire libre, sí. El atardecer con calor y aire fresco entrando por la ventana. Las puertas abiertas de par en par. Verte cruzar la calle con un café en la mano imaginando adónde irás.