Estos días de agosto. Siestas de verano con el ventilador a medias, las olas de fondo, la arena entre unas sábanas que sobran hasta el alba. Esa calma inaudita, esta vida sin prisas. Este olor a salitre hasta en las entrañas. Con chancletas, poca ropa, sin maquillaje y el pelo alborotado del cloro y del agua salada. Con un paisaje de cielo azul, de mar en calma, de aguas cristalinas y banderas piratas. Con la cala Waikiki conquistada a base de caminar entre árboles caídos y olor a pino, entre piñas de bosque y caminos marcados en los troncos.
Sin más pretensión que ganar esa partida a la escoba, librar esa aguadilla y no desesperar ante el ruido y las terrazas demasiado concurridas. Pero, si uno sabe elegir, más allá de los núcleos urbanos y de los pueblos demasiado conocidos hay un sinfín de calas vírgenes y de paraísos deshabitados en pleno agosto y no demasiado lejos de casa. No seré yo quién los desvele.
El otro día leía a alguien escribir sobre la cara A y la cara B del mes de agosto. Los que disfrutan de vacaciones después de un año intenso de trabajo y los que trabajan en sectores que en verano doblan los esfuerzos y no pueden librar. Yo, mientras pueda, me pido estos agostos libres y un poco asalvajados, con rock de fondo, comidas sanas y un buen mojito en la calle del pecado de Sitges, donde yo… sólo veo amor.